Con sus rizos morenos, su algo más que incipiente barriguita y una voz modulada y profunda, Monsieur Binst parece más un barítono italiano que un maestro de escuela belga. Hoy se esfuerza en mantener el orden entre los excitados niños que a duras penas pueden permanecer sentados en sus pupitres. Es 6 de diciembre, día de San Nicolás. Luis Mari recuerda vívidamente el año pasado, cuando el santo vino a la escuela y repartió chucherías y juguetes a los niños. A él le tocó una chocolatina, que tuvo que defender a empujones del bravucón de Joost. El pequeño matón flamenco quería quedarse con lo que no era suyo. Luis Mari pasó un mal rato, pero aguantó.
El maestro le pregunta algo. LuisMari responde lo primero que se le ocurre. No puede concentrarse con tanta emoción.
Suena el timbre, la clase termina. Los niños cierran sus pupitres y salen lo más deprisa que pueden. Monsieur Binst les amonesta y les dice que no corran, pero los más indómitos ya han atravesado la enorme puerta de madera oscura y galopan por el amplio pasillo de grandes ventanales y techos altos, muy altos.
Luis Mari intenta comportarse y camina a saltitos hasta la puerta. Por fin la emoción le vence, corre y baja las escaleras de tres en tres.
Casi todos han salido ya al patio. Hace frío. La silueta grandilocuente del viejo edificio escolar se recorta contra un cielo gris plomo. Parece un castillo, más que una escuela pública.
Pronto nevará.
Por fin la verja de la entrada se abre y llega San Nicolás, con su barba blanca, su cayado, su mitra y su brillante casulla dorada y roja.
Le acompaña un ayudante con una bolsa de regalos y la cara tiznada de negro. Es un chico delgado y saltarín, vestido como un paje. No para de reírse y hablar. Pedrito el Negro. Esta noche bajará por las chimeneas de las casas para llevar los regalos de los niños. Los niños se arremolinan a su alrededor. Pedrito deja el saco en el suelo y arroja a los niños un puñado de chucherías.
El griterío es ensordecedor.
Vilvoorde es gris y monótono. Una ciudad satélite industrial y comercial en la órbita de Bruselas. Con un aura de aburrimiento muy tranquilizador. Especialmente hoy, que casi es navidad.
La familia Lapatza vive al otro lado del parque.
Hace ya unos días que el agua del estanque se congeló; una cuadrilla de chicos mayores con patines juega a persecuciones sobre el hielo.
El guardia sonríe y saluda a Luis Mari al pasar. Está imponente, con su casco negro y esos enormes bigotes que continúan hasta juntarse con las patillas.
Al llegar al portal Luis Mari sube corriendo las escaleras, salta al cuello de Antonia y le cuenta casi a gritos que ¡ha venido San Nicolás, ha venido de España, como nosotros! ¿Tu crees que conoce a los abuelos? Antonia ríe y le dice que sí, claro que les conoce. En el primer piso se abre una puerta. El sargento retirado Van der Potten sale al rellano y mira hacia arriba buscando el origen del barullo. Frunce el ceño y estira uno de los tirantes que enmarcan la prominente barriga.
Bonjour, monsieur Van der Potten, dice Antonia. Joyeux Noel.
C’est pas encore Noel Madame, le contesta muy serio. Y se vuelve a meter en casa. Antonia pone los ojos en blanco, coge de la mano a su hijo y entra en casa sonriendo y sacudiendo la cabeza.