«¿QUIÉN TE PAGA LAS CORTINAS?», levanta la voz el peregrino sonámbulo en la oscuridad de la habitación. Son las tres y pico de una asfixiante madrugada a casi treinta grados. «DIME, ¿QUIÉN TE LAS PAGA, EH?». No puedo más. Me levanto y le toco suavemente en el brazo. Se despierta asustado. Le digo que está hablando en sueños, farfulla unas disculpas y se vuelver a dormir de inmediato. Pronto volverá a su onírica discusión. De vuelta a mi cama, la comezón de las picaduras en brazos y piernas se hace insoportable. Me sumo en un estado febril de duermevela interrumpida cada poco por peregrinos madrugadores. No puedo más…
Ahora son las seis de la mañana, y solo queda ya en la cama una adolescente coreana que permanece en estado catatónico desde que llegó ayer, a media tarde. Recogemos las cosas y bajamos a desayunar. La tendinitis no mejora. Se ha complicado con un principio de ampollas en el otro pie de tanto compensar, y lo de las picaduras ya es la gota que colma el vaso. Lurdes también está agotada y ha pasado una mala noche. Estamos de acuerdo: hoy vamos hasta Catrojeriz, le damos un vistazo al pueblo y nos largamos a casa en cuanto podamos.
Como cada dia dejamos el pueblo antes de que salga el sol. Como cada dia, nos encontramos con el peregrino yogui meditando en un recoveco del camino. Como cada dia, al poco tiempo de estar caminando, el fresco de la manana, el paisaje y la belleza de los primeros rayos de sol nos reconcilian de nuevo con el camino. Respiramos hondo y disfrutamos aquí y ahora.
Castrojeriz está a solo diez km. de Hontanas. A poco más de mitad de camino se encuentran las ruinas del monasterio de San Antón, a donde en la edad media acudían a curarse desde toda Europa enfermos del Fuego de San Antón, una forma de gangrena provocada por el consumo continuado de pan de centeno contaminado con cornezuelo. Los primeros síntomas de esta enfermedad consistían en una sensación de frío repentino en las extremidades, que luego se transformaba en fuerte ardor. En ocasiones había que amputar los miembros afectados. A veces los cuatro. Del hospital apenas quedan unas paredes, una portada y unos árcos góticos bajo los cuales pasa el camino.
A la entrada de Castro, como se refieren a su pueblo los lugareños, se encuentra la Colegiata de Nuestra Señora del Manzano, una maravilla del primer gótico, con algunos rasgos todavía románicos. Hacemos una breve parada en un bar frente a la colegiata mientras esperamos a que abran. Y nos encontramos de nuevo con Txus y Mikel, con sus perros.
En el interior de la colegiata hay una exposición sobre la figura de María como mujer. La entrada cuesta un euro. Me parece un precio muy barato para la calidad de la muestra. Tanto la exposición como la forma en que se presenta la propia iglesia son una fórmula ejemplar de poner en valor el patrimonio histórico artístico y mostrarlo de una forma estructurada, comprensible y amena a los visitantes.
Tras la visita a la Colegiata seguimos el trazado de lo que, según las guías, es «la calle urbana más larga del camino». Junto a otra impresionante iglesia, de la que ahora no recuerdo el nombre, encontramos el albergue «Casa Nostra». En la guía dice que tiene solo 24 camas, y fue inaugurado hace un par de años. Y lo que es más importante, vi su anuncio en el albergue de Rabé; si es la mitad de bueno que el de Tinita, aquí estaremos bien. El hospitalero y propietario es Juanjo, un catalán que andará frisando la treintena, y que un buen día, cuando estaba en su tercera peregrinación, vió que esta casa se vendía y decidió sentar aquí la cabeza. Un par de años más tarde, «Casa Nostra» es un albergue espartano, humilde y limpio, en el que puede apreciarse el cariño de Juanjo por su sueño, pero que también es reflejo del carácter retraído de su dueño, y en el que se echa en falta un toque femenino.
Tras registrarnos y dar un breve paseo por el pueblo, recalamos a comer en La Taberna. Vainas con patatas y lengua en salsa de tomate con un toque picante. Lurdes pide anchoas rebozadas. Comida casera, como nos habían prometido en la tienda de comestibles (y de ropa, complementos, papelería, etc.) al recomendarnos el sitio. Preparada con cariño por la sonriente María Jesús. Deliciosa.
Resulta que Toño, el tabernero, es topógrafo. Y estuvo viviendo en Llodio durante la construcción de la autopista A8, hará ahora casi cuarenta años. Lurdes era entonces una niña, pero se acuerda de él y de sus compañeros, que solían venir a Amurrio a tomar café y ligar con las chicas. Lo que es la vida. Después de la autopista, estuvo trabajando durante muchos años en una empresa en Derio. Y luego volvió a su pueblo y abrió La Taberna, un local al que ha dotado de personalidad propia. Por aquí pasó Paulo Coelho («un tipo normal, como tú y como yo. Lo malo es que ahora tiene que ir con guardaespaldas»), y por supuesto se hizo una foto con Toño. Y por aquí pasan también un montón de peregrinos cada año que dejan billetes de los más variados países, con los que Toño decora las paredes de su taberna. Empezó un brasileño, dice, que le dejó un billete con su número de teléfono por si visitaba Brasil. Y luego se ha ido convirtiendo en una tradición.
Por la tarde, tras una breve siesta en el albergue, visitamos la iglesia de San Juan, un impresionante templo gótico, luminoso y bellamente restaurado. En el claustro y bajo el coro, además, hay una exposición que a través de paneles informativos explica las relaciones comerciales y culturales que en la Edad Media y el Renacimiento unieron a Castrojeriz con Gante y Brujas. Las familias pudientes de la localidad burgalesa exportaban allí la prestigiosa lana merina, y se traían de vuelta las últimas tendencias de moda, arte y cultura. Realmente interesante y bellamente explicado. La entrada cuesta de nuevo un euro («donativo», dicen) que de nuevo me parece muy bien empleado. Da gusto pagar cuando las cosas están bien hechas.
Próxima visita: el convento de clausura de las Clarisas, situado extramuros, a un km. y medio más o menos. Está cayendo fuego del cielo, pero por lo que nos han dicho merece la pena la visita. Además, hay que comprar algunos dulces a las monjas. Nos recomiendan los Puños de San Francisco, hojaldres rellenos de crema o nata. Cuidado al pedirlos, nos dice socarrón Toño, no os vaya a pasar como a aquella turista, que le pidió en el torno a las monjitas «los cojones del santo».
La iglesia del convento es pequeña y relativamente moderna. Se está fresco, al menos en comparación con los treinta y pico grados que deber hacer en el exterior. Presa de uno de sus arrebatos de misticismo, Lurdes quiere quedarse al rosario y la misa. Vale, te espero fuera. Hace calor, pero es que no me parece bien ponerme a enredar con el teléfono mientras los demás rezan.
El sol se está poniendo cuando regresamos al albergue. Cenamos fruta en la calle y Lurdes se va a la cama mientras yo me quedo un rato escribiendo en el salón. Una hora más tarde apago las luces y subo las escaleras para ir yo también a la cama. En la habitación se han instalado un par de ángeles del infierno melenudos y barrigones que se dedican a dar furibundos acelerones a sus motos de escape libre. Ah, no, que solo son dos peregrinos roncadores. Y uno de ellos es el que duerme en la litera superior a la mía. Qué suerte…
Lurdes en el vestíbulo de «Casa Nostra»
De izquierda a derecha: Tana, Txus, Lurdes, Lur y Mikel.