Bacarrá | La Libreta Roja


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Unamuno en Salamanca, tras su enfrentamiento con Millán Astray

Bajo la férrea aunque cariñosa supervisión de la Tía Maritxu, LuisMari aprovechó bien los dos años que pasó en el colegio de los Maristas de Bilbao. Junto con su inseparable Txelu terminó en su año el bachillerato y, recién cumplidos los diecisiete, viajó a Salamanca para enfrentarse al temido Examen de Estado.

Consistía éste en una parte escrita, en la que el aspirante debía demostrar sus conocimientos sobre las diversas materias aprendidas en el bachillerato: Cosmología, Filosofía, Geografía e Historia, Lenguas Clásicas, Lengua y Literatura Española, Lenguas Modernas, Matemáticas y por supuesto Religión; y una parte oral, en la que debía exponer un tema ante el tribunal, y si fuera necesario defender sus puntos de vista y responder a las preguntas de los catedráticos.

LuisMari, que de los seis años que duraba entonces el bachillerato había pasado cinco en Bruselas, casi todos ellos en situación de guerra, probablemente adolecía de unas notorias lagunas con respecto a lo que el sistema educativo del todavía reciente franquismo exigía. Sin embargo, parece que los Hermanos Maristas hicieron un buen trabajo en solo dos cursos, y consiguieron homologar el bagaje que traía de Bélgica con los conocimientos del resto de sus condiscípulos.

Vestido con sus mejores galas, (chaqueta y corbata, camisa almidonada, pantalón de raya impecable y los rizos rebeldes peinados hacia atrás y fijados primorosamente con agua y jabón), LuisMari sudaba profusamente durante la prueba y a duras penas podía mantener quietas las manos y los pies. 

La mayor dificultad en la parte escrita consistió en la baja calidad del lápiz, cuya punta se quebró varias veces ante su ímpetu y su prisa por escribir.

De la parte oral le sorprendieron las expresiones de aburrimiento de los miembros del tribunal, que apenas le miraban o prestaban atención a su charla atropellada sobre… bueno, la verdad es que ni él mismo prestaba mucha atención al tema. Hasta el extremo de que poco después no podía recordar las preguntas que le habían hecho, y mucho menos sesenta años más tarde. Pero lo cierto es que, con atención o sin ella, aprobó. 

Y pudo matricularse en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Salamanca.

Salamanca

Es posible que 1947 no fuera el año más duro de la posguerra en Salamanca. Pero desde luego no se alejaba mucho. Atrás quedaban años de esplendor intelectual durante la república, bajo el rectorado de Unamuno, destituido de forma fulminante tras su encontronazo mítico con el fundador de la legión, Millán Astray. 

Esteban Madruga, el oscuro historiador que sucedió en el cargo al de Bilbao, bastante tuvo durante la guerra y en los años posteriores con mantener la universidad abierta y en funcionamiento en medio de la escasez y de la miseria intelectual de la época. Como para preocuparse de que además el ambiente fuera brillante…

La Pensión de los garbanzos

El ambiente en la habitación que compartía con Arturo, Jaime y Paco en la pensión de doña María, solía estar cargado y no era muy elegante, pero era alegre. El brasero conseguía mantener la temperatura por encima del punto de congelación incluso en las noches más frías del invierno, y en la cocina, al otro lado del pasillo de altos techos, nunca faltaba un plato de garbanzos. 

Garbanzos para comer, garbanzos para cenar. Al día siguiente también garbanzos. Los lunes, los martes, los miércoles… así toda la semana, y la siguiente vuelta a empezar. No es que estuvieran mal, de hecho estaban buenos. Pero tras los años que pasó en pensión de Doña María, LuisMari se hizo una promesa a si mismo: cuando tuviera su propio hogar, no volvería a comer garbanzos. Nunca.

Una invitación

Es posible que 1947 fuera uno de los peores años que recuerdan Salamanca y su universidad. Pero tener diecisiete años, estar lejos de casa y de la presencia severa de tu padre, con las necesidades bien cubiertas, alguna que otra perra en el bolsillo y en una ciudad llena de gente en tus mismas condiciones… era toda una invitación a la vida, a la aventura y al placer. Y LuisMari no era del tipo de personas que rechazan una invitación así.

Una vez superados los nervios de las primeras semanas, integrado ya en una cuadrilla de estudiantes con fama de calaveras, el primer curso en Salamanca estuvo lleno de días alegres y noches aún más alegres. Con posguerra o sin ella, después de las clases siempre había algo que hacer en las calles de Salamanca. Un conato de fiesta, una pelea, una expedición por los barrios menos recomendables, una ronda con la tuna o una aventura en la que enrolarse. ¿Podía pedirse algo más?

Sí. Un poco de cerebro.

Llegaron los parciales de febrero, y LuisMari y sus compañeros intentaron hacer en dos semanas todo lo que no habían hecho en los meses anteriores. Litros y litros de café, noches en blanco intentando abarcar todo el temario antes del examen, lamentos y susurros… el ambiente en la habitación de la pensión estaba cada vez más cargado y la tensión se podía cortar. 

Aquella noche, cuando llegó Arturo, sus tres compañeros llevaban ya muchas horas estudiando. Él era el más experimentado de los cuatro, llevaba ya varios años en Salamanca y no parecía preocuparse por nada.

–Vosotros podéis hacer lo que queráis–, dijo–, pero os aseguro que si no venís esta noche os vais a arrepentir. Y desde luego, por mucho que estudiéis ahora no lo vais a arreglar, os lo digo yo. Venga, animaros, que yo me mudo y me voy.

Comenzó a desvestirse junto al brasero, contoneándose como si hiciera un estriptis. Primero la camisa, los pantalones, la camiseta, y con el último contoneo los gayumbos,  de los que se deshizo con una patadita… dejando al descubierto, para espantado regocijo de sus compañeros de habitación, una generosa mancha marrón la badana de los mismos.

“¡Qué cerdo eres Arturo!”, “¡Pero si te has cagao! ¿Qué te ha pasado”, “¿Desde cuando no te habías cambiado la muda, Arturo?”

Pero Arturo no se arredraba por nada. 

–¿Qué pasa? Venga ya, que levante la mano el que no le haya pasado nunca, hombre.

Y siguió vistiéndose con todo su aplomo. Y ya iba a salir por la puerta con sus mejores galas cuando le interpeló Jaime:

–¡Pero hombre, recoge el calzoncillo por lo menos y tíralo por ahí, no pensarás dejárnoslo aquí!

–Si, ya… –dijo Arturo recogiendo la prenda con parsimonia– ¡Como que voy a tirarlo en la calle para que me vea cualquiera, lo recoja y luego me llamen todos El Cacas! ¡El cuerpo del delito hay que quemarlo!

Con las últimas palabras tiró la prenda sobre el brasero y salió a la carrera de la habitación dando un portazo. En pocos segundos aquello empezó a expeler un humo denso y fétido y no hubo más remedio que aplazar la persecución y abrir las ventanas antes de sufrir todos una intoxicación.

Los resultados

Fue una anécdota memorable, y por supuesto, el apelativo de “El Cacas” persiguió a Arturo durante todo el resto de su estancia en Salamanca, que no debió ser corta. Muchos años más tarde, en alguna reunión de antiguos condiscípulos, alguien le dijo a LuisMari que “El Cacas” era ahora un prestigioso abogado en alguna ciudad de la Meseta.

No tan memorable fue el resultado de aquellos exámenes parciales. O más bien sí, fueron memorables. Pero en el mal sentido. Igual que los finales, para los que sin duda intentó reformarse, con muy buenas intenciones pero muy escaso éxito.

–¿Qué pasó? –le pregunto hoy, junto al sillón en el que se halla postrado en su casa, pocas semanas antes de morir– ¿Te cayeron muchas?

Vuelve la cabeza hacia mi, me mira. Levanta las cejas, frunce los labios y hace un expresivo gesto con la mano temblorosa, como si derribara unas fichas de dominó.

–El primer año hice bacarrá –dice con esfuerzo–. Cayeron todas.

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