Bilbao, 1944
¿Qué recuerdos puede guardar un niño de trece años de los parientes que dejó de ver cuando tenía escasamente siete? Muy pocos, probablemente. Bien cultivados y amplificados por sus padres, con fotografías, anécdotas e historias. Pero muy pocos.
Y sin embargo tras toda la excitación, los miedos y las incomodidades del viaje, la llegada a casa de los Amézaga, una familia llena de niños de todo el abanico de edades y en la que –¡por fin!– todos hablaban su mismo idioma, fue vivida por LuisMari como una maravillosa fiesta. Como la vuelta a un paraíso que ni siquiera sabía que había perdido.
Pronto se hizo inseparable de Txelu, que tenía su misma edad. Poco más tarde, los dos primos compartirían habitación, aventuras y confidencias a lo largo de todo el bachillerato; al instalarse la familia en Amurrio, LuisMari viviría durante la semana en casa de la Tía Maritxu, y estudiaría junto con Txelu en el cercano colegio de los Hermanos Maristas, en la Plaza Nueva.
COLSA
No tengo constancia documental, pero supongo que al preparar la vuelta desde Bélgica Jesús, con la colaboración del tío Manolo, tendría ya al menos apalabrado un contrato como director de producción o algo parecido en COLSA (Mariano de Corral S.A.), y que empezó a desempeñarlo prácticamente desde el primer día a su regreso.
En honor a la la verdad hay que decir que el empleo no parecía una perita en dulce.
La empresa atravesaba uno de sus momentos más difíciles desde su fundación en Bilbao, en 1880. A pesar de trabajar en un sector de gran importancia estratégica –o tal vez precisamente por ello–, la empresa había sido intervenida primero por el bando republicano, que encarceló a su propietario y gerente (e hijo del fundador), y luego por el bando rebelde, que de nuevo encarceló a Mariano Corral y después le obligó utilizar prisioneros republicanos como mano de obra forzada.
Al finalizar la guerra, la situación económica de la empresa no hizo sino empeorar, endeudándose hasta un límite insostenible. El principal acreedor era el Banco de Santander, que acabó embargando la propiedad.
Según escribe el historiador del ferrocarril Juan José Olaizola en una obra sobre la historia de Mariano Corral y Amurrio Ferrocarril, “El 31 de marzo de 1942 el consejo de administración había nombrado presidente de la empresa a Emilio Botín Sanz de Sautuola, presidente también del mismo banco. (…)
Pero la intervención del Banco de Santander no estaba impulsada por la existencia de un proyecto industrial de futuro, sino por la única voluntad de cobrar las deudas que esta sociedad tenía contraídas. Por ello, pronto procedió a la venta de sus acciones, las cuales fueron adquiridas el 16 de marzo de 1945, al 80% de su valor nominal, por un grupo de empresarios vizcaínos.
(…)
La principal razón para invertir en esta sociedad se encontraba en el interés por controlar una empresa que, como los Talleres de Amurrio, disponía de un importante cupo para la producción de acero fundido, materia prima fundamental que se encontraba estrictamente racionada por la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes”.
En el primer consejo de administración de los nuevos accionistas se nombró al ingeniero Jesús Lapatza Olivares como director técnico de la factoría. Creo recordar haber oído de niño –y cuadra con las fechas– que Jesús empezó a trabajar en Amurrio ya en la etapa del banco.
“La situación en la que encontraron la empresa sus nuevos propietarios –continúa explicando Olaizola– era absolutamente catastrófica, tal y como reflejaba un rotundo informe redactado el 4 de octubre de 1946 por el director técnico de la fábrica, Jesús Lapatza Olivares, cuando apenas había transcurrido algo más de un año desde que se hicieran con el control de la compañía. Claro reflejo del desinterés que había mantenido el Banco Santander respecto a la gestión de COLSA, el citado documento dibujaba un panorama verdaderamente caótico en la factoría de Amurrio”.
La casa de la fábrica
Jesús, Antonia y sus dos hijos se trasladaron a la vivienda que aún existe en el interior del recinto fabril. Se trata de un caserón de estilo victoriano de tres plantas, que albergaba a la familia, una planta de oficinas y una segunda vivienda adosada, más pequeña, para el guarda y su familia.
Frente a la puerta de entrada a la casa había un pequeño estanque con peces rojos, y un poco más allá una pequeña zona ajardinada, delimitada por arbustos con forma de pino.
La casa era amplia y confortable, mucho más que lo que LuisMari había conocido en Bélgica. La fábrica era un territorio fascinante, lleno de misterio y aventuras.
Las chicas
Y el pueblo era… bueno, aquí LuisMari era importante porque era “el hijo de Don Jesús, el ingeniero”. Los obreros le saludaban con deferencia, los otros chicos nunca se metían con él y las chicas… ¡uff! Las chicas habían pasado de ser una molestia a ser algo realmente interesante, sí señor. Que además, ya fuera en Amurrio o en Bilbao, le hacían ojitos y se reían cuando él les hablaba en francés.
LuisMari se adaptó bien a la vida entre semana en Bilbao, rodeado de sus primos, mimado por sus tíos y hasta bien considerado por los Hermanos Maristas del colegio de la Plaza Nueva, donde Txelu y él cursaban el bachillerato. Solo con su dominio del francés ya tenía ganados varios puntos sobre sus compañeros.
Pero cuando realmente disfrutaba era los domingos en Amurrio, saliendo con los amigos, luciendo sus mejores galas y cortejando con sonrisas, saluditos y miradas a las mozas en el continuo ir y venir del paseo entre la iglesia y el crucero. Y entre medio, el frontón. Y en el frontón, Rosita.
Fascinación
Rosita la pelotari no vivía en Amurrio, pero venía a menudo. Su padre, amurriano de pro, había sido profesional de cesta punta y jugado en los mejores frontones de Cuba y Méjico, en la época dorada del Jai Alai. En 1928 se retiró, y se quedó a trabajar en Barcelona como gerente del frontón “Novedades” de Barcelona, uno de los grandes templos españoles de la pelota.
Rosa siguió los pasos de su padre. Jugaba a frontenis, y se lo tomaba muy en serio. Tanto, que ganaba casi todos los partidos. Toda una campeona que viajaba por los pueblos y ciudades con su equipo.
A LuisMari le fascinó. Y a ella también pareció gustarle aquel chaval delgado e impulsivo, tan atento y educado, tan elegante. Tanto, que al segundo fin de semana ya paseaban de la mano separados de sus respectivas cuadrillas, y en cuanto podían se despistaban detrás de cualquier arbusto a besarse con ardor, sin preocuparse si quiera de quien pudiera verles.
Un escándalo. ¿El hijo del ingeniero y la hija del pelotari? Era un cotilleo demasiado jugoso para guardar el secreto mucho tiempo. Así que llegó a oídos de Don Jesús, que en seguida lo relacionó con las miraditas de reojo y las risitas de algunos obreros de la fábrica. Y tomó medidas de inmediato. Su hijo pasaría el verano en casa de sus abuelos maternos, en Lodosa, a más de 100 km. de Amurrio… y de Rosita. Esta tontería se iba a acabar, hombre que si se iba a acabar.
Planes de fuga
Preso de fiebre romántica, LuisMari se rebeló. Discutió, se enfrentó a su padre (¡a su todopoderoso padre!) y trató de argumentar que la quería, que era el amor de su vida, que iba en serio. Lloró por la noche. Fantaseó y elaboró planes para escapar con ella y vivir juntos y felices…
Una semana más tarde, paseaba por las calles de Lodosa con un nuevo grupo de amigos, haciendo requiebros de nuevo a las mozas del pueblo, y disfrutando de los cuidados de su amorosa abuela y los cuentos de aventuras de su abuelo.
¿Y Rosita? Tras dos noches infernales pensando en ella, él mismo se sorprendía de lo poco que le había costado olvidarla.
Y después de todo, este fue uno de los mejores veranos de su vida.