Por el título, podría tratarse de una novela inédita de Agatha Christie. Y por la época. La verdad es que algo tiene que ver este asunto con la pasión por los enigmas de nuestra adorable Primera Dama del Crimen.
¿Y cual es el asunto?
Veamos. Corre el verano de 1899. Hace ya unas horas que ha caído la noche en casa de los Elgar, en Worcester, y Edward (todavía no es Sir) se relaja improvisando al piano. Ha sido un día largo y duro, dando clases de música a varios alumnos y ensayando con el coro de Saint Mary’s Church, uno de los tres que dirige en la ciudad. Su carrera como compositor no acaba de despegar y apenas consigue ganarse la vida dignamente.
–¿Qué es eso que estás tocando, querido?–, pregunta Alice.
Sentada a la mesa camilla junto al piano, con el cuaderno abierto y la pluma en la mano, no aparenta los cincuenta años que cumplirá en un par de meses. Sigue siendo una mujer imponente, con un gran carácter y confianza en sí misma. Es una mujer culta y con gran formación, ha escrito una novela y varias obras de poesía, cree a pies juntillas en el talento de su marido y suele hacer las veces de su secretaria. Y también es una buena crítica musical, una gran ayuda para Edward.
–¿Mmmh…? No lo se. Un tema que lleva todo el día dándome vueltas en la cabeza. Se me ha ocurrido esta mañana, pero no consigo dar con el tono y el tempo perfectos… aunque lo cierto es que he probado de varias formas y en todas parece sonar bien.
–Bueno, toca algunas de esas variaciones, a ver cómo suenan.
–Esta es una de las primeras que he probado, andante en tono romántico.
–Muy bonita, Edward, me gusta mucho.
–Y esta, allegretto.
–Me recuerda a algo. O más bien a alguien…
Edward se atusa el frondoso bigote un momento y ataca de nuevo el teclado. Una nueva variación, esta vez en un ritmo más rápido, levemente entrecortado. Alice sonríe entornando levemente el párpado izquierdo, en un gesto de picardía:
–Esta sí que se a quién me recuerda: ¡Arthur Griffith! Has aporreado el teclado como suele hacerlo él cuando viene a sus clases.
–Eres una mujer terrible, Alice– dice Edward tratando de ponerse serio, pero la inclinación a un lado de su mostacho delata su sonrisa.
–No, en serio –dice ella– tiene la misma personalidad que Arthur. Y ahora que lo pienso, la que has tocado antes, el allegretto, me recuerda a Richard, Richard Townshend, ¿no te parece?
–A ver… –dice Edward, y toca de nuevo el fragmento– Pues ahora que lo dices es cierto, tiene un aire a la voz de bajo de Peter.
–¡Qué divertido! –aplaude Alice– ¡Prueba ahora a hacerlo como lo tocaría Hew, a ver qué sale!
…Y así siguieron un buen rato, jugando a hacer variaciones del mismo tema adaptadas a la personalidad de cada uno de los amigos y amigas de su círculo más cercano y partiéndose de risa con ello. Fue una buena velada hogareña, pero también mucho más que eso. Fue el punto de partida de las célebres Variaciones Enigma, la primera gran obra de importancia del que luego sería Sir Edward Elgar, uno de los más grandes y reconocidos compositores ingleses.
De acuerdo, ya sabemos el por qué de las variaciones. ¿Y el enigma?
Bueno, ya hemos visto que a los Elgar les gustaba jugar. Y también les gustaban los pasatiempos y acertijos; seguramente si hubieran vivido hoy, les gustaría jugar al Cluedo. La cuestión es que ninguna de las catorce variaciones que componen la obra es el tema original, el que aquel día le rondaba por la cabeza a Edward. El tema está presente de una forma sugerida, oculta, en cada una de ellas. Pero en ninguna de ellas aparece tal cual. Por eso es un enigma que el oyente atento debe desvelar.
¿Te atreves a intentarlo?
Tendrás que escuchar todas las variaciones, pero puedes empezar por la más conocida, la Número 9, dedicada a Augus J. Jaeger.
Que la disfrutes 😉