“He leído en un libro que en el principio no había nada. Ni siquiera el principio mismo, porque lo que no ha empezado no es. No puede ser.
“Luego, por alguna razón, por alguna causa desconocida, hubo una oscilación. Tal vez cayó una gota en la superficie del universo y generó una onda. Tal vez alguien dijo “hágase la luz”, y la luz se hizo. O no.
“Donde no había nada, primero hubo menos que nada: el seno de la onda. Y luego más que nada: la cresta de la ola. Que ya fué algo.
“La onda se tornó en partícula, y así comenzó todo. Ahora sí, la luz se hizo. Apareció la masa, y con ella la energía. La gravedad y la atracción. Las estrellas y los agujeros negros. El bien y el mal.
―¿Cariño?
“La gravedad fue la responsable primera de las cosas. Una fuerza misteriosa, como salida de la nada, que hace que las cosas, las partículas, se atraigan entre sí. Que tomen cuerpo y comiencen a existir.
“También está la fuerza electromagnética, claro. Y la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unido el núcleo. Y la débil, que hace orbitar los electrones. Pero la gravedad es sin duda mi preferida, si señor. La responsable primera de todo lo que llegó después. Gracias a ella se condensó la materia. Se agregó hasta formar los primeros cúmulos de hidrógeno, la materia primigenia. Los átomos se juntaron cada vez más y más, la cosa se iba poniendo más caliente. Hasta que se formaron las estrellas, unos fabulosos hornos termonucleares con motor de gravedad. ¡Qué magnífico habría sido verlo, más allá de la Puerta de Tanhauser!
―Cariño, ¿en qué estás pensando?
―¿Uh? Perdona mi amor, no estaba pensando en nada.
―Chico, de verdad que no entiendo a los hombres, no se cómo podéis quedaros tanto rato sin pensar en nada.
En recuerdo agradecido a Stephen Hawking, que entre otras cosas dignificó el masculino arte de “pensar en nada”.