Día 1. Frómista y el Corpus Christi


La cocina de Emebed Posada se abre a las siete para los desayunos.

He puesto el despertador para las siete menos cuarto, pero son las seis y media y ya estoy despierto. ¿Ha salido el sol? Tengo que acordarme de la pantalla solar. Las botas, ¿donde he puesto las botas? ¿Será posible? Estoy nervioso, a estas alturas del partido.

Subimos al comedor. Sí, ha salido el sol. Café y tostadas, desayuno continental abundante. Parece que va a hacer un día precioso. Salgo a la terraza. Hace fresco. O frío. ¿Me pondré la chaqueta o voy en camiseta?

Bueno, venga, basta ya. Coge la mochila, despídete de tu mujer y a andar, que ya es hora.

No hay ni alma por las calles de Castrojeriz. Normal, todavía no son las ocho. Ah, mira, sí que hay alguien. Una señora barriendo la calle frente a su puerta. Le saludo al pasar.

Ya estamos fuera del pueblo y se empiezan a ver los primeros peregrinos. Y peregrinas. Hay como dos kilómetros de llano entre campos y luego una subida. El Teso de Mostelares, se llama. 140 metros de desnivel en poco más de un kilómetro. Dicho asì no parece mucho. Otra cosa es ponerse a ello.


Ataco la subida con fuerza, adelantando peregrinos a diestro y siniestro. Estoy bien, me siento fuerte. Al llegar arriba, el primer Momentazo del Camino. Un guiri rubio, con barba, rasgueando una vieja guitarra y cantando «The house of the rising sun» a dos voces con un burro. A mi espalda, el sol nace por detrás de la colina de Castrojeriz. Entramos en la Tierra de Campos, el granero de España. Y todo parecen buenos augurios.

http://youtu.be/8cXXuliNeLU 

Continúo a buen paso por el llano de Mostelares. O más bien a toda pastilla, estoy que me salgo. Paro un momento a hacerme un selfie junto a una curiosa columna de guijarros. Un ciclista se ofrece a hacerme la foto. A cambio de que yo le haga otra, claro. Buen trato. Y sigo.


Empieza a hacer calor, pero hay brisa y se aguanta perfectamente. Poco antes de llegar a Puente Fitero paro un momento para ver la antigua Iglesia de San Nicolás. Me asomo por la puerta y veo a un pequeño grupo desayunando en una mesa, en el centro de la ermita. A un lado hay unas cuantas literas. Una mujer de algo más que cierta edad me pregunta en italiano si quiero un cafe. No, molto grazie. Luego leo en una guía que son voluntarios de la Confraternidad de San Giacomo. Un sitio precioso, la verdad. Con magia.


Un poco más allá está Itero de la Vega, el primer pueblo de Palencia. Pequeño y agradable. Parece casi un pueblo fantasma en el que solo se mueven los peregrinos que van de paso. Alcanzo a fotografiar a un esquivo lugareño en bicicleta.


Sigo quemando suela. Entre Itero y Boadilla el paisaje se ondula un poco más, y sigue protagonizado por inmensos campos de cereal, salpimentados de amapolas rojas y blancas.

 Empiezo a notar un cierto ardor en la planta del pie izquierdo. Pero estoy lanzado y no puedo bajar el ritmo. Llego a Boadilla del camino con los pies bien maceraditos y el ego hinchado como un globo. 20 kilómetros y una media de casi 6 a la hora. Esto se merece una buena cerveza. Y en el bar del albergue municipal saben lo que es dar de beber al sediento.  

   Garimba en mano me siento en la terraza del albergue, me descalzo y descanso mirando a mis compañeros peregrinos. Un hombrede unos sesenta y tantos, estatura media, pasado de peso y con poblado bigote y pelo blancos reanuda el camino. A mi lado un tal Jaime, delgado, moreno, treintaitantos, se masajea un pie en silencio. Una estupenda cuarentona-encantada-de-haberse-conocido y muy dicharachera le cuenta su apasionante y viajera vida a Luis, un americano muy guapo de apenas treinta, delgado y con barba rala. Y a su amigo, el gordito. Pero a ese apenas le hace caso. Luis la mira casi sin expresión, contestando con monosílabos. Por fin ella se levanta, se calza la mochila y se despide efusivamente. Luis y su amigo se quedan mirando al infinito. Disfrutando del silencio.

Suena el teléfono. Es Lurdes. Viene andando desde Frómista. Llegará en un cuarto de hora. Perfecto, justo el tiempo de terminar la cerveza.

  

  

  

 De Boadilla a Frómista hay unos cinco kilómetros. Una hora. Lurdes está animada, así que tras beber un refresco salimos de nuevo a buen paso, bordeando el Canal de Castilla. Una obra de ingeniería bastante impresionante, por cierto. Construida en el s. XVIII, es la predecesora del ferrocarril o las autopistas para el transporte de mercancías. Se llevaban en gabarras, tiradas por bestias de carga desde la orilla. Estuvo en uso hasta 1959; desde entonces se utiliza solo para regadío.

Además del escozor en la planta, empiezo a notar como un quemadura en el talón. Pero Lurdes anda con alegría y no quiero bajar la media.

Llegamos a Frómista. Resulta que hoy es eldía del Corpus. Una fiesta religiosa que sigue teniendo una gran implantación popular en Palencia. Desde la portada de la iglesia de San Pedro, justo enfrente del albergue, sale una alfombra de pétalos de flores (bueno, y también de virutas de madera y serrín teñidos sobre una cama de café molido usado, pero el efecto es igualmente espectacular) que hace un recorrido por las calles de la ciudad.

  

  

  

  

  

  

 El albergue es bastante nuevo y está muy limpio. Una ducha. En efecto, tengo una ampolla en la planta y otra con mala pinta bajo la dureza que se me forma en el lateral del talón. Muy bien, hombre. Por espabilao. ¿No querías media de seis? Pues toma.

Por alguna razón pensé que la procesión habría empezado a las doce, así que seguramente nos la habríamos perdido. Pero no. Recién salidos de la ducha, aún desnudos, escuchamos cánticos en la calle. Nuestra ventana, en un primer piso, da justo frente a la puerta de San Pedro. Y así, desnudos ambos tras los visillos, contemplamos la salida bajo palio del señor párroco sosteniendo la Sagrada Forma, el Cuerpo de Cristo Nuestro Señor, seguido de las fuerzas vivas de la localidad y los fieles en procesión. Ellos con corbata y ellas con mantilla. Bueno, algunos/as. Y hasta algún que otro niño de primera comunión. Todo un espectáculo.

Nos vestimos. Bajamos a comer. Tras una breve indecisión, optamos por lo más evidente. En la vecina plaza de san Telmo está los Palmeros. Tiene buena pinta. Pero está lleno, así que nos sentamos en el chiringuito de Carmina, en los mismos soportales. Barato y batallero, pero tengo hambre y resulta agradable.

Siesta.

Para cuando salimos otra vez a la calle son ya casi las siete. Buscamos una farmacia para comprar tiritas o lo que sea contra las ampollas. Hay una de guardia. El farmacéutico se alegra de vernos y nos trata con sus mejores ganas. Bien comidos y descansados, encantados de que alguien nos haga caso, nos venimos arriba y le compramos de todo. Tiritas Compeed, especiales para El Camino. Hay que calentarlas con las manos antes de ponerlas, y no retirarlas hasta que se caigan solas. Vale. Unas taloneras para el tratamiento del espolón calcáneo pueden ser de utilidad si las tiritas no bastan. Estupendo, nos las quedamos. Uy que gafas de sol más monas. Oh, sí, son muy buenas porque son polarizadas… ¿Polarizadas? No diga más, nos las llevamos. Y pónganos también un tubo de lubricante íntimo, ya puestos. Femenino, sí, claro. ¿Cuanto le debo? Con tarjeta,  por supuesto.

El tipo estaba que no se lo creía. A nosotros nos dió un ataque de risa al doblar la esquina. Esta noche se lo cuenta a su mujer, decía Lurdes entre carcajadas. «Cariño, ¿sabes lo que me ha pasado hoy? Ha venido una pareja que por poco me compra toda la farmacia. ¡Pero si se han llevado hasta lastaloneras para espolón calcáneo… Y lubricante!?»

A solo una manzana de la farmacia estaba la iglesia de San Martín de Tours, algo así como el Santo Grial de la arquitectura románica. Así que fuimos a verla. Recuerdo haberla estudiado en historia del arte, pero nunca entendí por qué era tan importante.

Bueno, ahora sí lo entiendo. Es bonita, es muy bonita. Es más que eso, es… Armónica. Me gustó, si.

Estaban a punto de cerrar cuando entramos. Como era tan tarde, el encargado no nos cobró. Dimos una vuelta rápida y salimos… Y justo en ese instante pasó por allí un grupo de jubilados/as que nos vió salir, y que al grito de «qué suerte, está todavía abierta» se colaron sin dar tiempo a que les explicaran que estaban cerrando.

Nos sentamos un rato en la plaza frente a la iglesia. A mirar a la gente y hacer tiempo hasta la hora de la cena. Algo ligero, dije yo. Algo con clase, dijo Lurdes. Vamos al sitio de antes, Los Palmeros. Te invito. Vale, dije yo. Trato hecho.

Fuimos dando un paseo, callejeando. Siguiendo el trayecto de la procesión, marcado en las calles por los restos de la alfombra de flores. Llegamos al restaurante a eso de las ocho y media. Estupenda hora para cenar. Rubén, el mismo chico que a la mediodía nos había dicho que no tenía sitio, nos recibió encantado. Es un mozo moreno de aspecto frágil y algo amanerado, de ojos ojos color madera y barba recortada con esmero. Nos puso una mesa junto a la ventana en el comedor de la primera planta. Un sitio agradable, clásico y un poco abigarrado, de ambiente cálido y señorial.

Somos los primeros en llegar a cenar, pensé. Luego se vería que en realidad éramos los únicos. Una vez que cogió confianza, Rubén nos contó con su voz dulce y todo lujo de detalles que allí hay poco meneo por las noches. Aunque sea en una fiesta como la del Corpus. Que viven de las comidas del mediodía, y especialmente de las de negocios. Nos traspasó una cierta sensación de melancólica decadencia, muy acorde con el paisaje y la arquitectura de una zona que sin duda conoció tiempos de grandeza hace muchos, muchos años.

Y pasó a comentarnos la carta y las especialidades de temporada, haciendo gala de un Síndrome de Flanders levemente irritante. Por si no te suena, Flanders es el vecino mojigato de los Simpson, que siempre habla con diminutivos. Algo así como «también tenemos unos guisantitos de lágrima con su refritito, es una variedad de la zona de Tudela de Duero…» Por cierto que los «guisantitos» creo que los llaman de lágrima porque son como para echarse a llorar de emoción, una delicia. Como todo lo que cenamos, a decir verdad, incluyendo un lechazo de razachurra asado y un postre de helado de cabra no por sorprendente menos fabuloso. Un lujazo de cocina y de atención personal.

A eso de las once y pico pedimos la cuenta, dejamos una discreta propina y nos fuimos al hostal.

Broche de oro para un magnífico Día del Corpus Christi en Frómista.

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