
Alguna vez me ha dado por pensarlo, pero francamente no tengo ni idea de si mi madre era de verdad creyente, o se trataba solo de guardar las apariencias… por si acaso. Y digo por si acaso porque era hija de un judío italiano y una luterana sueca que, si no me equivoco, renunciaron a sus respectivas creencias para poder vivir como personas respetables en la España de Franco. Y eso no era ninguna broma en aquellos tiempos.
Cuando yo era un crío, esas cosas ni se cuestionaban. Los domingos había que ir a misa y punto. Los tres hermanos (Carmen aún no había nacido) íbamos a un colegio de monjas, los viernes se comía pescado y en cuaresma se hacía ayuno y abstinencia… bueno, un poco. Había que ir a la catequesis los sábados, hacer la primera comunión y luego la confirmación, faltaría más. Luego las cosas fueron cambiando. Primero aprendí que se podía ir a misa el sábado si el domingo se iba a hacer otra cosa, y no por eso se iba a acabar el mundo. Después supe que bueno, lo del la vigilia del viernes era relativo… y así las cosas se fueron relajando. Ya en los enloquecidos años ochenta, Carmen, mi madre, aún nos reprendía si se nos escapaba una blasfemia, seguía hablando con respeto de los curas y le gustaba ver en navidades la bendición Urbi et Orbe del Papa por la tele. Pero ya solo iba a misa en los funerales y en las bodas.
Todo esto viene a cuento porque esta mañana me he ido a dar un paseo con el perro y la cámara de fotos, y he pasado por la iglesia de Larrimbe. Y he estado recordando…
La misa en Larrimbe era a los domingos a las diez, creo. Era una alternativa interesante a la misa «mayor» de Amurrio, que era a las doce y te condicionaba toda la mañana si, por ejemplo, pensabas ir al monte. Que solía ser el caso en nuestra familia.
La parroquia de Santiago es una preciosa iglesia-fortaleza, en la que supongo se refugiaban los habitantes de la zona durante las guerras de banderizos de los siglos XV y XVI; viendo las troneras que se abren en la torre es fácil imaginar a los sicarios de los Murga o de los Anuncibai entrando a caballo en la explanada, espada en mano.
El párroco era don Felipe, un hombre afable por lo que recuerdo. Al menos mucho más que don Francisco, el de Amurrio, un tipo un tanto pavoroso del que un día si me animo escribiré alguna cosa. Don Felipe era Arcipreste, como el de Hita. O sea, que mandaba sobre los otros párrocos de la zona. Lo sé porque por eso tenía derecho a llevar la teja, un extraño sombrero con pinta de bonete de cuatro picos que era uno de los atributos de su puesto en la jerarquía eclesiástica. Desde el concilio Vaticano II la misa ya no se decía en latín, pero don Felipe seguía soltando latinajos tanto en misa como en la calle. Entre eso y el sombrero, a los niños nos llamaba mucho la atención.
A través de las nieblas del tiempo esta mañana, mientras tomaba la foto esférica que os dejo aquí como enlace, veía a don Felipe hablando con mi madre en el pórtico de la iglesia de Santiago, mientras yo esperaba impaciente porque quería que nos fuéramos ya al monte.
Hace ahora 24 años que murió mi madre, Carmen. Y al verla esta mañana hablando con el arcipreste, me he preguntado de nuevo si realmente sería creyente o si solamente trataba de guardar las apariencias… por si acaso.