15 de abril de 1986
Serían alrededor de las seis de la tarde cuando sonó por primera vez la campanilla. Yo estaba solo o casi solo en la redacción de La Tribuna. Llevaba algún tiempo ocupándome de la sección de Internacional del periódico, harto ya de pelotear al famoseo nocturno de Marbella, buscar temas de interés humano entre pescadores y labriegos, o correr tras los bomberos y la policía para rellenar la página de sucesos. El periodista se hace en la calle, me decían. Bueno, vale, pero hay que aprender de todo, pensaba yo. Y eso de estar todo el día en la redacción haciendo refritos de los teletipos de EFE parecía como mínimo un poco más relajado.
Lo del teletipo me parecía en aquel entonces fascinante. Como una máquina de escribir que escribía sola. A 300 baudios, nada menos. O sea, 300 caracteres por minuto. Yo me imaginaba a un periodista de los de antes, con visera y manguitos, tecleando al otro lado del hilo telefónico a toda velocidad lo que se recibía al mismo tiempo en nuestra redacción. Y tocando emocionado la campanilla cada vez que transmitía una noticia de las que llamábamos «de alcance».
El presidente Reagan había dado luz verde a la Operación «Cañón El Dorado», y eso era verdaderamente una noticia de alcance. Hacía ya algún tiempo que se estaban rifando unas bombas y el coronel Gaddafi había estado comprando todos los boletos. Amenazaba con atacar las capitales europeas, con cortar el flujo de gas y petróleo, con iniciar una nueva guerra santa… La gota que colmó el vaso (o tal vez la excusa perfecta para atacar) fue el atentado unos días antes contra la discoteca La Belle, en Berlín, donde murieron dos marines americanos. Todavía no estaba muy claro que Gaddafi estuviera tras el atentado, pero esto es algo que nunca ha preocupado demasiado a los presidentes americanos. Ellos lo saben y punto. Así que ya llevábamos una semana publicando el nombre de los portaaviones, destructores y submarinos de la quinta flota que se iban reuniendo en el golfo de Sirte. Y por fin había llegado el momento.
Así que el teletipo empezó pronto a echar humo, haciendo sonar periódicamente la campanilla. Bombardeo en las afueras de Trípoli. Misiles tierra aire interceptados. Bombardeo en Misrata. Numerosas víctimas civiles. La CEE (aún no existía la Unión Europea) protesta formalmente ante la ONU. La ONU calla formalmente. Observadores reportan víctimas civiles. Dingdingding… fue una noche larga.
A eso de las cuatro dimos por cerrada la edición, pero no podía irme a casa. Me quedé todavía un buen rato en el periódico, explicándoles a los montadores y los maquinistas lo importante que era aquello, que podía significar el comienzo de la tercera guerra mundial. El fin del mundo, vaya. Los hermanos Sierra, los montadores, me miraban de reojo y asentían mientras trasteaban atrás y adelante con las planchas de offset de la rotativa. Si, si, hay que ver, si es que no hay derecho, decían de vez en cuando. Y yo seguía. Y seguía con la misma cantinela cuando terminaron y nos fuimos a tomar una cerveza al bar del polígono, que no cerraba nunca.
16 d abril de 1986
Al día siguiente me desperté enardecido eso de las diez y media de la madrugada, y nada más desayunar me dirigí de nuevo al periódico. Mi jornada no empezaba hasta la tarde, pero no podía parar de darle vueltas al asunto. Era un momento histórico, estaba convencido, y como periodista yo tenía que vivirlo y que contarlo. En primera persona. ¡Como Leguineche, qué demonios!
Alguien me había contado, al comenzar la carrera de periodismo, que Manu Leguineche contaba poco más de veinte años cuando se fue con lo puesto en un jeep hasta Vietnam, desde donde comenzó a llamar a los medios españoles para enviar crónicas que nadie le había pedido… pero que todos compraban inmediatamente por su inmediatez, calidad y frescura. Ahora que lo pienso, no se si me cuadran las fechas. Tal vez no era Vietnam, sino cualquier otra guerra del momento. Bueno, da igual. Lo cierto es que yo quería hacer lo mismo, largarme con lo puesto y empezar a enviar crónicas a diestro y siniestro. Pero claro,si intentaba ir hasta Libia en mi viejo Citroen Dos Caballos iba a llegar al humo de las velas. O de las bombas. Así que ni corto ni perezoso, cogí el teléfono y empecé a llamar a la embajada de Libia en Madrid. Después de varias intentonas conseguí que me cogieran. Con el embajador, por favor, le dije a la voz al otro lado de la línea. No es posible en este momento, me respondió una señorita con voz nasal. De qué se trata. Verá, quiero ir a Trípoli a contar la verdad de lo que está pasando, soy periodista. Ya. Tiene que solicitar el visado en la embajada o en uno de nuestros consulados. Presentar la documentación del viaje, billete de entrada y salida y acreditación del medio al que representa. Ya, pensé yo. Muchas gracias. ¿Entonces para hablar con el señor embajador puedo llamar a qué hora? ¿Gilipollas?
Llamé al aeropuerto de Málaga. Pregunté qué combinación de vuelos había para viajar a Trípoli. ¿Perdón? Si, a Trípoli, Libia. Silencio. No, con Trípoli no tenemos ninguna combinación. Pruebe con Air France.
Merde.
Por fin encontré la forma de viajar a Libia, vía París. Pasando una noche en el aeropuerto Charles de Gaulle. Doscientas mil pesetas, más o menos. Teniendo en cuenta mis reservas en aquel momento, eso me dejaba con la sustanciosa cantidad de 50.000 pesetas (trescientos euros) para situarme y empezar a enviar crónicas y reportajes de interés humano como un desesperado. Pero que muy desesperado. Y sin visado, claro… Aquello no pintaba bien. ¿Y si intentaba conseguir un mecenas?
La campanilla sonó de nuevo. Noticia de alcance. Bombardeo intenso sobre el palacio de Gaddafi, numerosas víctimas. No se sabe nada del dictador, pero se rumorea que hay víctimas entre su familia. Una niña. Hija de Gaddafi, dicen. ¡Dios, me lo estoy perdiendo todo!
El periódico no estaba pasando sus mejores momentos. A decir verdad, en sus escasos veinte meses de existencia (intensos, eso sí), no había conseguido levantar cabeza. La apuesta tecnológica había sido fuerte, se había invertido mucho pero ni las ventas ni la publicidad eran las suficientes para garantizar no ya el éxito, sino la simple supervivencia del proyecto. No parecía que por ahí hubiera nada que rascar. ¿Y si intentaba recaudar algo entre los figurones que había conocido el verano pasado, cuando estuve cubriendo la glamurosa noche marbellí?Si, ya. Sigue soñando, chaval….
Los teletipos se iban acumulando en la cesta de entrada. Eran ya más de las siete de la tarde y la noche prometía guerra, nunca mejor empleada la expresión. Había que ponerse a trabajar. Fue una noche larga. Y la siguiente también. A la tercera aún me duraban la emoción y la frustración. Una semana más tarde las aguas casi habían vuelto a su cauce. Me empeñaba en seguir dedicando más de media página al conflicto libio, pero lo cierto es que ya se me estaba pasando el ardor guerrero. Y entonces…
A la vieja cafetera hacía las veces de central nuclear en Chernobil le dio por reventar, y una espesa nube radioactiva se extendió por todo el norte de la vieja Europa. ¡Es el fin del mundo!, pensé con un escalofrío, o al menos el principio del fin. ¡Y yo estoy aquí para contarlo!
5 de octubre de 2014
No fue el fin. Sólo unas cuantas noches de intenso trabajo. Y luego muchas otras aventuras, anécdotas y desventuras tan inocentes como ésta que hoy cuento.
Muchos años después de aquello –»El año que casi viví peligrosamente», podría llamarlo– acabo de recibir un paquete por correo. Un libro, «Libya closeup». Fotografías de Ricardo García Vilanova sobre la rebelión del pueblo libio contra Gaddafi en febrero de 2011. Tomas muy cercanas de francotiradores, víctimas, milicianos, niños, gente con el ardor guerrero o el terror escrito en sus rostros.
Ricardo es también un francotirador, un freelance. Un periodista gráfico sin contrato ni ataduras con un medio. Y sin cobertura. Como lo habría sido yo si en aquel lejano día de 1986 hubiera tenido algo más de dinero o de valor. El 16 de septiembre de 2013, Ricardo fue secuestrado junto a su compañero Javier Espinosa, enviado especial de El Mundo, por los rebeldes sirios. No fueron liberados hasta 197 días después. Sin su equipo fotográfico, sin haber facturado un euro en más de seis meses, sin indemnización, sin poder trabajar y sin recursos.
Un grupo de compañeros de profesión decidieron echarle una mano y pusieron en marcha un proyecto de eso que está ahora tan en boga, el crowdfunfing. Se trataba de conseguir dinero para editar un libro con las fotos de Ricardo, un libro que generara suficientes ingresos como para que el fotógrafo pudiera recuperarse, conseguir un nuevo equipo y volver a trabajar. Por solo 35 € podías participar en el proyecto y hacerte con un libro de fotografía periodística magníficamente editado. No pude resistirme, por supuesto. Ahora mi nombre figura impreso en la última página del libro, entre otros muchos, junto a una nota de agradecimiento de Ricardo. Y después de un buen rato hojeando las fotografías, me he puesto a recordar. Y a escribir.
Animo Pablo… seguro que hay miles de historias en tu cabeza listas para ser descubiertas y compartidas con nosotros… tu fiel afición.
Muchas gracias ^_^
Por fin !!! añoranza de tu prosa.