Dice Punset que la felicidad está en la sala de espera de la felicidad. O sea, que cuando más felices somos es cuando estamos esperando a que llegue –en realidad, anticipando– un «gran momento» que creemos que nos hará muy felices. Tiene sentido… creo.
El caso es que el sábado, tras tres horas de estupenda caminata por el monte, me encontré con esto que podéis ver, o mejor aún escuchar, en el vídeo a continuación del salto.
Nada de especial, ¿verdad?. Junto al camino, tras una cerca, una charca donde seguramente abreva el ganado de algún caserío cercano. No es un sitio especialmente bonito. No hay una luz maravillosa. De hecho, ni siquiera huele muy bien; el ganado es lo que tiene. Ese mismo día había pasado por una docena de sitios más típicos, con mejores vistas o simplemente más bonitos. Y sin embargo me quedé fascinado. No pude menos que grabar el instante, con la intención conscientemente imposible de compartir la magia.
Perdón, ¿qué magia?
Pues no lo se, pero allí estaba. Será que en una vida anterior he sido rana, o que tengo complejo de sapo-príncipe encantado. Eso, o que las tres horas que llevaba subiendo y bajando cuestas me produjeron un bajón de azúcar en la sangre que llega al cerebro y estaba flipando. Por unos momentos me sentí plenamente feliz allí parado, mirando la actividad y escuchando el bullicio de un montón de ranas en una charca en primavera.
En algún sitio he leído que muchas especies de batracios y anfibios están en peligro de extinción en la cornisa cantábrica. Es verdad que me acerqué a la charca atraído por el bullicio, porque hacía mucho tiempo que no oía algo similar… y que creo recordar que era muy frecuente cuando era crío. Tal vez el ruido me produjo un «efecto madalena de Proust«.
O tal vez es que en esa charca estaba la sala de espera de la felicidad de la que hablaba Punset. Si es así no está mál. Por lo menos mientras esperas puedes entretenerte jugando con los zapaburus.